Primero lo primero: las sociedades actuales necesitan reformas profundas. Sentada así esta afirmación, pueden estar de acuerdo con ella capuletos y montescos, tirios y troyanos, cada uno arrimando el ascua a su sardina. Así que precisemos un poco: las sociedades actuales precisan reformas profundas para asegurar a todos los que en ella viven una verdadera igualdad de oportunidades.Puesto de esta forma, entramos en los planteamientos que definen o deberían definir una política de izquierda, al menos en su versión socialdemócrata más presentable. La igualdad de oportunidades no tiene por qué estar reñida con el funcionamiento del mercado, sino que solamente fuerza a una cierta redistribución o corrección de los resultados que para los ciudadanos reporta la “mano invisible” que, dicen, gobierna los mercados. Esto es, una parte de la riqueza que unos consiguen acumular debe ser detraída mediante el sistema fiscal, a fin de que pueda el Estado brindar a todos, y especialmente a los que no pueden pagarlos, los servicios públicos imprescindibles para la referida igualdad de oportunidades.No se trata de que el Estado imponga que todos tengan lo mismo o estén en idéntica situación, sino de que garantice que ninguno está excluido por sus circunstancias sociales del acceso a cualquier puesto o posición dentro de la sociedad. Si el mercado significa también competencia y competición, ha de asegurarse que todos y cada uno de los que hoy nacen aquí tengan la posibilidad real de llegar a los puestos de mayor importancia o más alto bienestar.
La diferencia entre la postura del economicismo liberal más duro y ésta que denominamos socialdemócrata o socialista (no nos paremos en las etiquetas en este momento) podría resumirse así: para los primeros, ha de haber competencia por los objetos, pero no hay inconveniente en que esté viciada o sea puro simulacro teórico la competencia entre los sujetos; para los segundos, ha de existir una competencia genuina entre los sujetos. Dicho de otra manera, para los unos importa por encima de todo de quién son las cosas; para los segundos, que a nadie se hurte la posibilidad (real, no meramente jurídico-formal) de tener cosas. Para los primeros, son los objetos mismos los que, unidos al derecho de propiedad, determinan el destino vital y social de las personas; para los segundos, son las personas, todas, las que han de gozar efectivamente de la posibilidad de cumplir su vocación y su destino no teniendo materialmente vedado acceder a la propiedad de las cosas.
Lo que se dirime es si los individuos son de los objetos apropiables o si los objetos apropiables son de los individuos. Esa papel central del objeto y su propiedad como determinantes de la configuración social y de las relaciones entre los ciudadanos tiene mucho que ver con lo que Marx denominó alienación y cosificación.Los ultraliberales en lo económico parten también de esa idea de que un individuo necesita la propiedad de las cosas que consiga, a fin de realizar mediante ellas su libertad. Si yo trabajo mucho y uso mi esfuerzo y mi talento para acumular un millón de euros y comprarme con ese dinero el montón de libros que quiero leer (discúlpese si es un tanto chusco el ejemplo), al quitarme la cuarta parte o la mitad de esos ingresos míos se coarta mi libertad y decae parte del sentido de mis acciones y de mi esfuerzo. Cierto, pero hay que preguntarse una cosa más: ¿todos mis conciudadanos con talento y capacidad de trabajo iguales o superiores a los míos han tenido y tienen las mismas posibilidades de alcanzar mis logros o he jugado con alguna ventaja social, con alguna carta marcada? Si debo parte de mis bienes a mi privilegio social, es legítimo que se me prive de alguno de ellos para restaurar el juego limpio, la igualdad real de oportunidades. Trabajé también para los demás, sí, pero, al tiempo, me aproveché de que no podían hacerme sombra todos los demás que eran tan capaces o decididos como yo, y por eso el Estado me hace compensarlos mediante los impuestos que pago, para que la situación se equilibre.Admitamos esa vinculación que el liberalismo económico traza entre libertad y propiedad, y que, por consiguiente, un individuo no puede ser libre y realizarse en su autonomía si no tiene con qué. Bien, pero, además, reformulemos el viejo principio kantiano de que es necesario compatibilizar las libertades de todos para que las de los unos no se cumplan a costa de las de los otros. Proyectado esto sobre el derecho de propiedad, significa que tal derecho mío no ha de hacer imposible el disfrute del mismo derecho por los demás. No es que todos hayamos de tener lo mismo, repito, ni que todo haya de ser de todos, sino que todos estén en situación de poder conseguir cualquier cosa. A partir de ahí, a competir. El hijo de un parado, de un peón de albañil, de un labriego o de un cajero de supermercado debe contar con las mismas posibilidades, y hasta las mismas probabilidades, de llegar a ser catedrático (no es gran cosa, pero es lo que yo soy) que un hijo mío. Si no sucede así, es que hay trampa en el juego. Y que no nos vengan con que el hijo del catedrático lo mama en casa y el otro no, etc.; no estamos hablando de mamones.
Extraído do blog Dura Lex do jurista espanhol García Amado
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